lunes, 9 de agosto de 2010

El Inexorable Camino

Los minutos pasaban implacables mientras el sol seguía su camino a fundirse con el mar, rojo y espejado. El pueblo quieto; la expectativa era demasiada, lo que fuese a ocurrir sería algo grande, inmenso. Así pensaban los jóvenes que miraban desde una ventana, desafiando sus miedos, ignorantes del terror. Aquellos que tenían en cambio demasiados inviernos sabían con gran exactitud a que sabía o a que olía el aire en ese momento.
Hubo un instante en que todas las pocas luces que podían estar apagadas, lo estuvieron, salvo una. En la primera de las casas vivía un viejo. La suya era la primera, justo en la entrada del pueblo. Sentado en una silla de mimbre iluminado por un foquito que titilaba, fumaba una pipa con muy poco tabaco; pero según él, era el mejor tabaco para pipa de aquellos lugares.
Sonriendo, se levanto con dificultad de la silla y camino unos pasos hacia la calle de tierra, con la pipa en la boca, levantó un puño bien apretado y dijo:- Dale cobarde!, salí!
Lo que siguió fue muy difícil de entender para los jóvenes. De la noche se iba dibujando una figura, caminaba hacia él o hacia la entrada del pueblo. Una forma humana aparecía, con el rostro apacible, vestido de traje y unos zapatos negros.
Pasó entonces este hombre a lado del anciano, sin siquiera; nada. El viejo y su pipa se apagaron, se quedó inmóvil y la presión que ya no ejercían sus labios, dejaron caer la pipa al suelo arenoso. Ahora El estaba parado mirando su casa. Cuando reanudo sus pasos, al primero de aquel, el viejo se desplomó y cayó mudo, o tal vez no existía más el aire que les llevara el sonido.
El hombre de traje cruzó una primera fila de casas bajas, otros pasos más y en una de ellas la luz de la habitación se enciende. El misterio dejo de andar. Su cabeza gacha decía tal vez desaprobación, parecía decepcionado. Quienes vivían al final de la única calle del pueblo sabían que aquella anciana que solía cocinar buenos panes ya no lo haría más.
Otra vez reanudo la marcha, con las manos en los bolsillos. Una a una fueron apareciendo las luces de las casas, totalmente resignado ya no reparó en nada. Hasta el final de la calle anduvo, sólo una permaneció apagada, aquella donde tres jóvenes miraban.
Cuando el hombre llegó al final, se acercó a la orilla del mar, se saco los zapatos y las medias y se sentó en la arena.

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